sábado, 31 de marzo de 2007

La Caída


  Como ves, hasta más o menos los doce o trece años tuve la suerte de poder tomarme las cosas con mucho sentido del humor. No era para menos, con los hechos tan pintorescos que poblaban mi vida hasta entonces. Tan superficial como se puede ser hasta esa edad, no había muchas cosas que me preocupasen. Es cierto que está el tema de la educación que estaba recibiendo de mis padres, algo fuera de lo común, pero cuando eres pequeño no te das cuenta de esas cosas, simplemente recibes la vida tal y como te viene, y ni siquiera te planteas que las cosas puedan ser de otra manera. Yo me lo pasaba bien, la verdad, incluso en los momentos en que estaba castigado, o los otros chicos de mi edad se burlaban de mí. Era muy optimista, y lo sigo siendo, pero entonces sucedió algo que hizo que me replanteara muchas cosas. De hecho, fue algo que a punto estuvo de arrancarme ese optimismo.


Yo tenía doce años. En aquella época solíamos ir a una casa que mis tíos tenían en el campo, en una urbanización de pequeñas parcelas de una hectárea. Cuando íbamos allí mis padres (perdón, mi madre) me controlaban menos. Yo tenía más libertad, no mucha más, la verdad, pero sí podía salir con otros niños de mi edad. Solía suceder cuando salíamos fuera, a la playa, al campo, o donde fuese. En esos sitios, más desconocidos y, a la sazón, más peligrosos, me dejaban salir a divertirme, pero en mi barrio, que prácticamente era peatonal y nos lo conocíamos a la perfección, no era posible. En fin, no quiero reiterar en comentarios sobre el mismo tema, así que seguiré adelante.



Resulta que era otoño, y habíamos ido a la casa de campo a pasar el fin de semana. Yo, que como digo, tenía doce años y algunos quilos de más, salí a jugar con mi primo y unos amigos de nuestra edad. Fuimos a un lugar que llamábamos la “jibe”. Se trataba de un pozo negro (o aljibe, de ahí su apodo) situado a unos cinco metros de altura que en aquel momento se encontraba en obras, por lo que a su alrededor se amontonaban todo tipo de escombros y materiales de construcción.



Pues bien, como el sentido común no es la característica esencial de los niños de doce años decidimos ponernos a jugar a un juego tan sensato como es dividirnos en dos equipos colocados en los bordes opuestos de la edificación y lanzarnos objetos. Emocionante, ¿verdad? Pues no sabes cuánto.



El caso es que todo empezó bien, nos situamos los dos equipos en lados opuestos y comenzamos a lanzarnos todo tipo de chismes: latas, piedras... en fin, si creen que la insensatez no puede llegar más lejos sigan atentos al relato. El caso es que, en un momento determinado, mi primo tiene la feliz idea de lanzarme una enorme rama de árbol. Al verla venir me asusté mucho, y lo último que me apetecía era pararla con el cuerpo, puesto que venía a mucha velocidad y su aspecto era realmente amenazante. ¿Qué hice, pues? Lanzarme desde lo alto de la jibe para esquivar el objeto. No caí en ese momento en que una caída libre desde cinco metros de altura podría ser mucho más peligrosa que el golpe de una rama. En efecto, volé cinco metros y aterricé, de cabeza, sobre un montón de ladrillos rotos. Permanecí casi un segundo clavado en posición vertical, de cabeza, antes de que mi cuerpo se desplomase por completo y quedase tendido boca abajo.



No sentí dolor. En absoluto. Poco a poco, me levanté –sin ningún problema- y comprobé que la pequeña montaña de ladrillos rotos estaba ahora inundada de sangre. Era demasiada sangre la que acababa de perder en menos de un minuto e instintivamente me pareció que aquello no era nada bueno. “Así que esto es morirse”. Este fugaz pensamiento cruzó mi mente al contemplar el dantesco panorama. Gran parte de mi rostro, el lado derecho, se había desgajado y el trozo de piel colgaba, dejando el interior de mi cara al descubierto, lugar por el cual manaba abundante sangre. Esto hacía que mi faz adquiriese un aspecto aterrador, pero no era ésta la herida más peligrosa, en contra de lo que en aquel momento pudiera parecer. Al haber caído completamente en picado, fue mi cráneo lo que golpeó contra los ladrillos rotos con una fuerza descomunal, por lo que bajo mi cabellera se escondían innumerables heridas mucho más letales que la tan espectacular del rostro.



Plenamente consciente, me di la vuelta, convencido de que estaba a punto de morir, en busca de ayuda. Fue mi primo el primero que se asomó, pensando que mi salto había sido completamente inofensivo. En esa época era un niño bastante cruel y empezó a reírse de mí escandalosamente... hasta que me vio la cara, y la suya se transformó. Pálido como un muñeco de nieve, reaccionó lo más rápidamente que el terror le permitió y me subió a su bicicleta camino de la casa donde se encontraban nuestros padres. Por el camino seguí perdiendo mucha sangre, pero en ningún momento perdí la consciencia. Eso sí, empecé a dudar de mi segura muerte, lo cual fue peor puesto que, cuando tienes la certeza de que vas a morir, te dejas llevar ante lo inevitable, no hay miedo, pues nada peor puede suceder y no había dolor alguno en todo aquello. Sin embargo, cuando ya la muerte no es tan segura, son muchos otros los elementos que se barajan: podría quedarme desfigurado, inválido, sufrir todo tipo de dolores... y entonces fue cuando empecé a tener miedo.



Al llegar a la casa ya te puedes imaginar lo que sucedió... pues bien, olvida todo lo que hayas imaginado porque nada de ello sucedió. Para empezar, mi madre, que era la que posiblemente hubiera podido montar el número, no estaba. Sólo estaban mi padre y mi tío. Con una tranquilidad pasmosa, como si en lugar de haber perdido mil litros de sangre en una caída espeluznante desde una altura desmedida hubiese estado entreteniéndome torturando a un gato, mi tío se acercó a mí:

-¿Qué? ¿Ya habéis estado liándola? –desde luego, no le había impactado mucho verme con media cara colgando-. Anda, ven a ver qué hacemos con eso.



Y me condujo al baño, donde empezó a hurgar en la herida de mi cara. No sé muy bien qué hacía, pero yo no paraba de sangrar como un cerdo en una matanza. Realmente, estando yo tan gordito como estaba, eso es exactamente lo que parecía todo aquello. Lo que pasaba era que tanto mi tío como yo nos preocupábamos mucho de la herida de la cara, la espectacular, y no le dábamos importancia a la sangre que salía de mi cabeza, puesto que las heridas que la producían estaba ocultas por el cabello.

-¿Es que no puedes hacer algo para que deje de sangrar? –yo estaba cada vez más asustado.

-¿Es que no sabes que las cosas de palacio van despacio? –puro tacto, sí señor-. La herida de la cabeza no es nada, pero la de la cara me preocupa un poco más. Lo mismo te vamos a tener que llevar a la casa de socorro.



Imagino que lo que de verdad le preocupaba era que mi travesura le fastidiase el fin de semana. Me hizo un apaño en la cara a base de gasas y algún que otro potingue improvisado, pero seguía olvidándose de las heridas de la cabeza, y así me dejaron mientras esperábamos a que llegase mi madre para ir todos juntos a la casa de socorro. En fin, si esperabas gritos, carreras y llamadas a la ambulancia, ya ves que la cosa fue más reposada de lo que cabía esperar. Mi padre, que le tiene auténtico pánico a la sangre (en una guerra sólo podría ser víctima) permaneció todo el tiempo en el salón mientras mi tío improvisaba la cura. Imagino que siguió viendo el partido, pero la verdad es que no tengo ni idea de lo que hizo todo ese rato.



Por fin, llegó mi madre, y con ella, mi ansiada histeria. La verdad, necesitaba que alguien montase un número por lo sucedido, tanta calma me crispaba los nervios, y mi madre no me decepcionó, creo que incluso llegó a desmayarse. Mi hermana, que llegó con ella, no se quedó atrás. ¿Y sabes qué? Entonces sucedió algo importante. En aquel instante me di cuenta de lo mucho que mi hermana y yo nos importamos mutuamente. Es cierto que no creo en la familia ni nada de eso, y que el amor filial no existe realmente (aunque de esto hablaré más adelante, si me acuerdo), pero entre mi hermana y yo existe un vínculo muy especial. Y es que aquel momento protagonizado por ella es de los pocos recuerdos de mi vida que llenan mis ojos de lágrimas. Lo que sucedió fue que mi hermana llegó, precisamente, hablando de mí. Ella no sabía si yo estaba en la casa, y mucho menos lo que me había ocurrido, pero las primeras palabras que pronunció nada más entrar fueron “Tengo una sorpresa para mi hermano”. Yo sí que tenía una sorpresa para ella. Me encontraba dentro, en una habitación, para que mi madre no me viese nada más entrar y pudiesen prepararla antes de encontrarse conmigo, puesto que mi aspecto era todo un poema. El caso es que aquel día, uno de los más lamentables de mi vida, oí a mi hermana, gritando ilusionada porque me había traído un regalo, una sorpresa. No sé de dónde venían, ni cuál era el regalo que, finalmente, nunca llegó a darme. Pero su reacción al saber lo sucedido fue un shock para mí. Llegó ilusionada, llena de alegría... por mí, por mi regalo. Y también por mí, su sonrisa, su júbilo, se rompieron bruscamente. No querían que me viese, pero ella gritaba y pataleaba por ver qué le había sucedido “a su hermanito”. La misma niña de siete u ocho años que acaba de llegar con la intención de ver su hermano, ahora chillaba aterrada por el mismo motivo.



Mi madre, sin embargo, rompió en histerismo, pero dado que ella se solía poner histérica por cosas como una camiseta de piscina municipal, lo suyo no pasó de lo anecdótico para mí.



En uno de los coches me condujeron a una casa de socorro del pueblo más cercano. Allí, tras mirarme la doctora que estaba de guardia diagnosticó que me había caído (o algo así) y que allí no podían hacer nada por mí mas allá de recetarme algo para la hinchazón. Yo ya estaba convencido de que no iba a morir. Es decir, si lo mío fuese tan grave como en un principio pensaba, todos estarían muy preocupados y actuarían con la mayor rapidez y dedicación. En lugar de eso, prácticamente todo el mundo, incluyendo aquella amable doctora, actuaba como si me hubiese mordido la lengua masticando. Sin embargo, más adelante descubriría que lo sucedido era más grave incluso de lo que parecía.



Con toda la tranquilidad del mundo, salimos de aquel sitio, donde me pusieron un par de gasas más (yo no daba crédito a que todo el mundo se empeñase en solucionar mis continuas pérdidas de sangre por todos los poros de mi cabeza a base de gasas). Tras discutir qué hacer durante algo así como dos siglos en los cuales yo ya daba por hecho que me iba a quedar sin media cara para el resto de mis días, decidieron llevarme al Hospital Virgen del Rocío, en la capital, lo cual suponía algo así como media hora de viaje en coche.



Y así fue como mis heridas tuvieron que esperar media hora más para ser atendidas como Dios manda.



Eso sí, fue entrar en el Hospital y la situación dio un giro de 180 grados. Nada más entrar en la sala de urgencias, un médico se acercó a mí y comprobó la gravedad de mis heridas. Contrariamente a lo que todos hasta aquel momento habían sentenciado, la herida de mi rostro era la menos peligrosa, aunque debía ser atendida inmediatamente. En mi cabeza estaba el problema más grave, las heridas parecían profundas y mucho más serias. Me afeitaron la cabeza y, con rapidez y esmero, me practicaron los primeros auxilios. Afortunadamente, las radiografías mostraban que mi cráneo había aguantado. El mayor problema, por tanto, residía en la gran pérdida de sangre y debían coserme las heridas cuanto antes.



La doctora que llevó a cabo las soturas fue muy agradable. Mientras me cosía la cabeza y la cara, me hablaba de forma tal que consiguió tranquilizarme. Y en verdad lo necesitaba porque pocos minutos antes había oído a otros médicos comentar que había tenido mucha suerte y que podía contarlo de milagro (¡ah, sí, y no se explicaban cómo era posible que hubiesen tardado tanto en llevarme a urgencias!).



Perdí un trimestre del curso ya que tuve que quedarme en casa, con la cabeza afeitaba y tratando de evitar los espejos para no verme las horribles cicatrices. Aún conservo la de la cara y, bajo mi pelo, las de la cabeza. Por respeto a ellos, no haré alusión a lo que ocurrió con los otros chavales que estaban jugando con nosotros, no creo que les apetezca verse reflejados en esta historia que, además, va sobre mí.



Aquello, como se podrán imaginar, fue un hecho crucial en mi vida, y la cicatriz de mi cara se encarga cada día de recordármelo. Ahora bien podría yo no estar aquí, sentado frente al ordenador escribiendo. Podría ser un pequeño esqueleto encerrado en un cajón de pino barato, carcomido por el paso de los años. 



Todas esas historias que nos cuentan acerca del “carpe diem” pasaron de ser mera teoría a convertirse en un hecho para mí. Durante años antes de la caída viví encerrado en mí mismo, lo cual hizo que todo un mundo interior abriese sus puertas dentro de mí para acogerme. El exterior, desolador, atemorizante, dejó pronto de tener sentido ya que donde de verdad me encontraba a gusto era dentro de mí mismo, encerrado entre mis fantasías, mis invenciones, mis sueños, dentro de los cuales podía pasar horas y hasta días enteros. Pero ese mundo era mío, y de nadie más. Después de la caída, me invadió la necesidad de expresar ese mundo a través de palabras, y entonces, sólo entonces, empecé a escribir. Tenía la urgente necesidad de todo aquello que ocurría, días tras día, en el interior de mi cerebro, transmitirlo y dejarlo grabado para siempre. Cualquier día yo podía desaparecer, comprendí la fragilidad del cuerpo humano, y si yo desaparecía, todo aquello que se acumulaba en mi interior, moriría conmigo. Bien podía ser que yo despareciese, pero me parecía injusto que conmigo muriese todo lo que había inventado y recreado, hasta entonces, para aislarme del mundo.



Así nacieron primero historias infantiles grotescas y surrealistas, completamente absurdos; después, los relatos se estilizaron más y el humor, que sin duda era el recurso a través del cual me encontraba más a gusto (desde entonces, sólo llego a conocer las cosas de verdad cuando consigo poder reírme de ellas), tomó el primer plano. Pero por primera vez el humor reflejaba algo más que un procedimiento fácil de estilo, el humor de mis relatos comenzó a ser la vía de comunicación que establecí con el mundo exterior, ése del que yo siempre había huido. Encontré así la manera de dejar salir las mil fantasías que había ido acumulando en mi cabeza a lo largo de los años que estuve encerrado en mi caja de zapatos con puertas.

jueves, 29 de marzo de 2007

El cine

Esta obsesión mía por el cine llevó a mis padres a comprarme una cámara de vídeo. El caso era no dejarme salir de la caja de zapatos con puertas. Empecé haciendo cortos caseros con mi hermana, llenos de efectos especiales muy ingeniosos y con guiones dignos de los peores años de Ed Wood. Pero no fue hasta el verano del 88 que no hice mi primer corto en serio (bueno, entiéndase eso de “en serio”).

¿A qué no adivinas el género? Pues sí, terror. Es curioso, y podría dar para un estudio sociológico: ¿por qué puñetas absolutamente todos los aficionados al cine sobre cuyas manos cae una cámara de vídeo se obsesionan por hacer cortos de terror? Bueno, de terror es la intención, pero los resultados suelen dar más risa que los mismísimos Monty Python. O sea, es realmente paradójico porque, a saber, suelen ser niñatos sin más medios que una pobre cámara de vídeo y tres o cuatro amiguetes colgados que se dejan engañar para aparecer ante la pantalla gesticulando como posesos y llenándose de ketchup a modo de escalofriante sangre. Sin embargo, nos metemos (yo también me incluyo) en el género más complicado: los personajes han de morir (lo cual implica que a veces deban estar más de dos segundos quietos, sin reírse, cosa, por otro lado, imposible cuando hablamos de amiguetes que hacen el corto como favor personal), son necesarios efectos especiales (desde el cuchillo atravesando el torso al disparo en la cabeza; este último caso es fácil porque pistolas de agua sobran y con un “¡Pum!” hecho con la boca basta pero, el cuchillo, amigos, eso es otra historia: sangre, ropa destrozada... demasiado trabajo), el malo ha de provocar auténtico terror (y no carcajadas)... y los diálogos, ¡qué decir de los diálogos que se escriben para este tipo de despropósitos!
-¡Oh, no, Charlie! –ah, sí, lo olvidaba: a ser posible, los nombres en inglés, que dan más punto-, estamos atrapados en esta vieja mansión apartada de la civilización –suele ser un caserón en el campo, lo de “mansión” es puro eufemismo-. El coche no funciona. Tengo miedo. Está muy oscuro afuera.

Como ves, además, los nexos entre las distintas frases son optativos. Y la cosa suele seguir más o menos así...
-No seas histérica, Jennifer –o Mary, según el gusto-, no va a ocurrir nada. Vayamos al sótano a esperar a que amanezca mientras leemos en voz alta ese libro que hemos encontrado de invocaciones a los muertos.

Más o menos, claro. Añadir a todo esto alguna que otra risa espontánea, alguna mirada directa a la cámara y algún verbo cambiado de sitio y ya estará hecha la composición de lugar. Si a todo ello se le suma el objetivo desenfocado, el balance de blanco inexistente y el encuadre más rebuscado del mundo para ser lo más original posible, ya tendremos la imagen perfecta de en qué consiste esto de los cortos amateurs.

Pues bien, yo hice algunos de ellos. El primero con once años y a partir de ahí no paré. Todos iban más o menos de lo mismo, es decir, de nada. Y lo peor vino cuando la excusa que me busqué para hacerlos eran los trabajos de fin de trimestre de Inglés. Como había que escribir redacciones en este idioma, yo escribía guiones que luego rodaba con otros compañeros de clase. Por tanto, suma a todo lo anterior la patética estampa de los actores, entre risas, tratando de balbucear sus diálogos en un inglés desastroso y ya no necesitarás ver los cortos que jalonaron mi etapa de adolescente para saber de lo que hablo. No conservo prácticamente ninguno, sólo los “making of”, en los que se ve lo bien que lo pasábamos rodando aquellas piltrafas.

Pero yo, como todos los impresentables que se dedican a hacer “cortos de terror”, no me daba cuenta del despropósito y era feliz viendo los resultados. Yo escribía, dirigía, montaba, editaba el sonido, diseñaba la carátula... y me sentía el Orson Welles de mi generación. Supongo que era porque, de verdad, adoraba el cine, y necesitaba sentirme parte de su magia.

Adoraba la forma de hacer cine de gente como Robert Zemeckis, Sam Raimi, Peter Jackson o James Cameron, y pronto empecé a valorar otro cine menos visual y más intelectual. Así, no tardé en adorar a Woody Allen o a Buñuel, descubrí a Fritz Lang y a Eisenstein. Aún sin criterio suficiente, veía igual “Posesión Infernal” que “Metrópolis”, ambas las metía en el mismo baremo y de verdad que las adoraba. Hacía planes para, algún día, yo repetir aquellas maravillas. Ahora, con el tiempo, sé que eso es inalcanzable pero, qué coño, yo me sentía feliz soñando con ello, y eso ya no hay quien me lo quite.

Para hacerse una idea más completa y cercana de lo que de verdad supone el cine en mi vida diré que prácticamente la única música que me ha gustado a lo largo de toda mi vida han sido las bandas sonoras. Y no hablo, como es obvio, de las canciones esas que todo el mundo oye de las películas, me refiero a las bandas sonoras instrumentales. Mi compositor favorito era Danny Elfman, el de “Batman” o “Pesadilla antes de Navidad”, pero también me gustaba mucho la música de John Williams, Elliot Goldenthal, Jerry Goldsmith o Alan Menken, y también españoles, claro: José Nieto, Ángel Illarramendi, Bingen Mendizábal, Carles Cases... si no conoces aún este tipo de música te recomiendo que la escuches, y que lo hagas con atención, es verdaderamente fascinante. Podrías empezar con cosas de fácil audición, como “Eduardo Manostijeras” o cualquiera de John Williams y, poco a poco, ir metiendo más caña, con alguna paranoia de Goldenthal, por ejemplo, para ir luego pasando a los clásicos: Korngold, Waxman, Herrmann... en fin, haz lo que quieras; he intentado aficionar a mucha a gente a este tipo de música y, la verdad, no lo he conseguido casi nunca. Si estás enganchado a Shakira, lo tengo muy crudo, ahí no hay nada que hacer, por lo menos, no sin ayuda médica.