martes, 29 de mayo de 2007

Las cosas marchan bien

Yo daba muestras de ser el peor actor del mundo. Pasé el primer curso con algunas asignaturas que aprobé, por los pelos y por lástima, en septiembre. Durante el primer curso yo dedicaba más tiempo a escribir que a prepararme las escenas que debía interpretar o los ejercicios que había de preparar. Así me fue. El segundo curso fue un infierno, que se agravó con el hecho de que me entró una bronquitis terrible que me hacía estar todo el día tosiendo y con dolores de garganta, lo cual para asignaturas como Voz, Canto o Interpretación era una delicia.

Pero en este curso mi profesor de Dramaturgia era el mismo que el año anterior me había impartido la asignatura de Literatura Dramática y ya conocía mis inclinaciones (de hecho, fue en su asignatura, aparte de Música, donde mejores notas obtuve). Ese año fue el definitivo: los escritos que realizaba para el curso, además de los que yo escribía por mi cuenta y que, a petición suya, le entregaba para que los enjuiciara, parecían gustarle. Y mucho. Hasta tal punto que una tarde llamó personalmente a mi casa:
-¿Te interesaría participar en el taller de escritura Dramática que imparto? –me soltó directamente, dejándome sin palabras.
-Claro que sí, el problema es que yo no sé si podré costearlo.
-De eso no te preocupes, si te interesa apúntate y olvídate del dinero. El trabajo que hacemos en clase no es suficiente para ti, estás desperdiciando tu potencial de esa manera, y a lo mejor si le dedicas más tiempo puedan surgir cosas interesantes.
Me quedé de piedra. Finalmente yo quedé exento de pagar la matrícula y las cuotas. Y es que Antonio (que así se llamaba... y se llama) quería trabajar conmigo porque, como más tarde diría él mismo, me veía como “una flor en el desierto”. Descartado el aspecto físico (Antonio no era, ni mucho menos, homosexual), deduje que, tal vez, posiblemente, a lo mejor... yo había nacido para ser escritor.

Tras finalizar el taller, durante el cual nacieron dos obras teatrales que más tarde habrían de servirme de trampolín definitivo, decidí abandonar la Escuela de Interpretación e intentar entrar en la Escuela Superior de Arte Dramático de Madrid, en la especialidad de Dramaturgia.

Había algunos problemas que hacían que esta decisión se me hiciese harto difícil. Por un lado estaba mi pareja (de la cual aún no he hablado pues dedicaré a ella y a nuestra historia un capítulo aparte), que estudiaba en la Escuela de Arte Dramático de Sevilla, lo cual supondría una separación prolongada y, muy posiblemente, dolorosa. Por otro lado, el dinero de la matrícula. En aquella época yo atravesaba una situación económica lamentable, y los gastos de alojamiento y manutención ya iban a ahogarme bastante como para que no pudiera hacer frente al gasto de la matrícula.

De todas formas, habría de dar el primer paso, y éste era realizar las pruebas de ingreso. Si no las superaba, simplemente no había nada que pensarse. Tras pagar las pruebas (hasta eso se pagaba, cosa que yo no entendía puesto que si no las superaba, ¿por qué había pagado yo realmente, por pasar un mal rato y después volverme a mi casa?).

Como soy bastante poco abierto y poco o nada sociable, apenas crucé alguna palabra con los otros aspirantes. Me mantuve todo el tiempo apartado, solo, nervioso, leyendo y releyendo mis apuntes para la primera prueba, que consistía en un comentario de texto de algún autor del Siglo de Oro. Me tocó una escena de “El castigo sin venganza”, de Lope de Vega.

La teoría sobre el Barroco español, que yo había memorizado como el Padrenuestro (bueno, este es un mal ejemplo, ya que soy ateo convencido, pero ya me entienden), la clavé perfectamente, pero no conseguía reconocer de qué obra se trataba y, por tanto, también desconocía el autor. Empecé a sudar. Leía y releía la escena una y otra vez, pero no había manera de recordar a cuál de las mil obras que me había leído durante el verano pertenecía. La había pifiado en la primera prueba. Definitivamente, no iba a entrar en la Escuela, de modo que ya no debía preocuparme por el dinero. Seguí releyendo la escena una y otra vez, pero era inútil, aquello podía ser perfectamente de Tirso de Molina, Calderón o Lope de Vega... estaba perdido. Entonces pensé que, si no podía identificar el autor y la obra, al menos debía escribir algo acerca de la escena: los personajes, la acción, la estructura... por entonces yo ya tenía un dominio bastante alto de la carpintería dramatúrgica, fruto no sólo de clases y talleres sino, sobre todo, de mis muchos escritos hasta la fecha y la lectura de montones de obras teatrales. Así, me puse analítico al máximo y, a falta de concretar la obra y el autor, escribí páginas y páginas analizando minuciosamente la pequeña escena que tenía ante mí. Examiné cuidadosamente los personajes, sus motivaciones y objetivos, su conflicto, estrategias y transformación, la estructura de la pieza, sus puntos de giro, clímax, detonantes, ¡todo! Al final, fui de los últimos en abandonar la sala y uno de los que más escribió. Y ello a pesar de no decir en ningún momento de qué obra se trataba ni quién era el autor.

Al salir me enteré de la obra y el autor. Lo trágico del asunto es que, según me dijeron después, tanto lo uno como lo otro estaba escrito al pie de las páginas del examen.

La segunda prueba consistía en escribir una escena corta a partir de unas fotografías que nos entregaban. Nos encerraban a todos en la biblioteca del Centro, nos entregaban las hojas en blanco y un par de horribles fotocopias en las que apenas se distinguían un par de manchas. Una de las mías mostraba a un adolescente con muy mala pinta (no sé si la mala pinta era real o fruto de la infame fotocopia), y éste me inspiró mi escena. Eché mano de mis habilidad para los diálogos frenéticos y encadenados y escribí una escena que apenas recuerdo, pero que estaba llena de gritos, violencia y mucho sexo. Justo lo que se espera de los escritores jóvenes. Recuerdo que partí de unos diálogos graciosos que poco a poco iban evolucionando hacia la brutalidad extrema. De vez en cuando paraba para cuadrar la estructura y que la escena no se me fuese de las manos. En esta prueba fui de los primeros en abandonar la sala.

Escribí mi escena con mucha rapidez, como casi siempre lo hago. Normalmente, cuando escribo, el proceso suele ser de dos formas: o bien estoy bloqueado y me resulta imposible escribir una sola sílaba por más que me esfuerce, o bien sucede todo lo contrario, escribo a una velocidad endiablada, prácticamente sin separar los dedos del teclado desde la primera a la última palabra, como si un enanito muy listo se sentase en mi hombro y comenzase a dictarme las cosas al oído. Aquella mañana, afortunadamente, se dio el segundo caso. El único problema es que debía escribir con bolígrafo, cosa que no hago desde mi época en el instituto, por lo que mi letra resulta una suerte de jeroglífico imposible de descifrar a menos que me esfuerce mucho en hacer inteligible cada letra, lo que resulta un auténtico coñazo.

La tercera prueba era una entrevista personal. Aquella fue la peor de todas. ¿Si digo “Inquisición” qué imágenes se te vienen a la cabeza? Pues más o menos las mismas son las que han de asociar con aquella “entrevista personal”.

Hacían pasar a una sala donde tres señores con corbata y cara de ser muy listos, muy cultos y muy aburridos se sentaban tras una mesa. Delante, a un par de metros, una triste y desolada silla para los entrevistados. Primero te miraban los tres, cada uno con una expresión: estaban el poli bueno, el poli malo y el poli gilipollas. Y entonces empezaban las preguntas. Las primeras eran sencillas, aunque tramposas, del tipo “¿Y por qué has elegido este y no otro camino?”. ¿Qué se contesta a algo así? La respuesta estándar que todo el mundo sabe es la de “Porque siento en mi interior una fuerza y una vocación imposibles de contener que me dicen que éste, y no otro, es mi verdadero destino”. O algo así. Pero yo no sabía si soltar esta chorrada o la verdad: “No tengo ni idea. He probado muchas cosas: solfeo, guitarra, interpretación e incluso ajedrez. Y ahora me han dicho que lo mismo si tiro por aquí me va bien. Pero es posible que no pueda ni pagar la matrícula, con lo cual esta entrevista no tendría sentido alguno y yo sólo estaría perdiendo el tiempo con ustedes”. Ya sé que soy muy previsible, pero finalmente opté por la primera, y es que ya he dicho antes que soy un mentiroso y muy mala persona. Luego venían las preguntas del tipo “Autor teatral favorito”, “Último espectáculo teatral al que asististe”, etc. Yo, nervioso como estaba, recuerdo perfectamente mi respuesta a una de las preguntas. Me dijeron a qué teatro de Sevilla solía ir, y yo me quedé en blanco, escuchando que de mi boca salía la frase “A ninguno”. Estaba atónito, ¿de verdad acababa de decir aquello? Intenté arreglarlo:
-A ninguno en particular, vamos, que voy a todos.
Y seguí estropeándolo aún más:
-Es que en Sevilla, realmente, hay pocos teatros.
Pero espera que aún podía empeorarlo:
-Vamos, no es que haya pocos, hay pocos que valgan la pena, por eso yo normalmente voy más al cine.
Y, como guinda final:
-Pero vamos, que de vez en cuando voy al teatro.
Era totalmente cierto, eso sí, yo iba infinitamente más al cine que al teatro... pero es lamentable que un mentiroso compulsivo como yo le diese mil vueltas al asunto para, al final, decir la verdad.

Salí desolado. Mi actuación había sido soberbia, si de verdad no quería pagar la matrícula y volver a casa. Si yo hubiese sido miembro de aquel estrado, jamás me hubiese permitido poner un pie en aquella Escuela. Ni de visita.

Justo cuando me encontraba en uno de los pasillos, tirado en el suelo meditando sobre si algo de lo que había dicho en aquella sala podía salvarse y aún existía alguna esperanza, se me acercó un tipo con una grabadora. Era de una radio local y estaba entrevistando a los aspirantes a entrar en aquella escuela. Se acercó a mí y se presentó, y la verdad es que me hizo ilusión que me entrevistaran para salir en la radio. Si se trataba de una emisora importante y yo decía algo coherente, podría llegar a oídos del jurado y, a lo mejor, mis posibilidades se incrementaban. Sé que suena ingenuo, pero juro que fue el pensamiento que cruzó mi mente en aquel momento, tan desesperado estaba. Lo que yo no sabía es que, como casi todo en mi vida, aquella situación iba a dar un giro verdaderamente surrealista. El chico me preguntó, con toda la originalidad de que era capaz, qué me había impulsado a presentarme a las pruebas de acceso a la Escuela. Entonces yo, más tranquilo y con la mente más lúcida, empecé a soltar una perorata sobre la atracción que en mí ejercía la escritura y otras patochadas semejantes. Entonces el reportero, en mitad de una frase mía, paró la grabadora. No le interesaba nada de eso. Él esperaba hacer un reportaje al estilo de “Fama”, y yo le salía con bobadas sobre literatura. Pensaba que yo era un aspirante a actor y que estaba allí para hacer las pruebas de Interpretación. Menudo chascó se llevó cuando descubrió que yo era del grupo de los aburridos y soporíferos aspirantes a Dramaturgos.

Pero lo peor fue que el tipo insistía en que quería el punto de vista de los aspirantes a estrella, los futuros actores, y me pidió que le contestase como si yo fuera un actor. Me dejó helado, ¿por qué no iba y buscaba a los actores de verdad? Pues no, en contra de toda lógica permaneció allí, delante de mí, apuntándome con su grabadora y pidiéndome que contestase a sus preguntas como si yo quisiera entrar allí como actor. No vi otra salida para librarme de él más que acceder a sus peticiones. En resumen, acabé saliendo en una emisora de radio hablando sobre mis pretensiones de llegar a ser un gran actor y debutar algún día en el María Guerrero... o formar parte del cuerpo de gatos del musical “Cats”. Patético.

jueves, 10 de mayo de 2007

Primeros escritos

Escribí docenas y docenas de historias breves que pronto comenzaron a estar dominadas por el diálogo. Así surgieron mis primeras escenas teatrales cortas, algunas de sólo una o dos páginas. Todas eran diferentes pero, en general, tenía un nexo común: el humor. Sólo podía ponerme serio cuando me reía. Eran muchas las cosas que me preocupaban del mundo, pero por encima de todas estaba la falta de libertad. Yo era (y soy) un determinista convencido, para mí la libertad del individuo no existe, sino que todas nuestras acciones y todo el camino que recorremos en la vida están determinados por el entorno social y nuestras circunstancias particulares, desde el hecho de nacer en un país que no elegimos hasta el de poseer un idioma nativo que nos es impuesto. A partir de ahí, todos son determinismos: la carrera que estudiamos, el trabajo, nuestra familia, la religión que profesamos, etc. Todo forma parte del plan inconsciente colectivo que decreta nuestro sendero designado. No temas, no voy a seguir enrollándome con esta monserga, para abordar y explorar estas preocupaciones usaba mis relatos cortos y mis escenas teatrales, pero no voy a hacerlo aquí y ahora (tal vez más adelante, si me acuerdo). La mayoría eran incomprensibles para los otros chavales de mi edad, que me miraban con pasmo cuando yo leía mis historias en clase y reía con algún chiste que no entendía ni el profesor. No es que mi humor fuese muy culto ni nada de eso, simplemente era demasiado extravagante, abstracto y, a la postre, inaccesible para la mayoría. Sin embargo, fue mi profesor de literatura de Bachiller el primero que me alentó a seguir escribiendo. Adoraba mis historias. Muchas de ellas no me gustaban ni a mí, pero él estaba convencido de que yo servía para esto de escribir e incluso me introdujo como colaborador a la revista literaria del instituto que él dirigía. Escribí en ella algunos relatos como el que a continuación transcribo (el cual, por supuesto, puedes saltarte si quieres):

-Rojo. Rojo intenso. Rojo oscuro... y no me refiero al típico rojo chillón que representa toda aquella mente a la que se le introduce el vocablo “rojo”. Hablo de un rojo grisáceo, manchado con tintes oscuros, aunque de muchas tonalidades. Tampoco me refiero a un rojo bermellón rosáceo, propiamente atribuido a la boca, la lengua, las amígdalas... No. No me refiero al rojo vino impactante que obliga a volver la vista atrás para adecuarla. No, yo no veía el rojo del atardecer, del amanecer, el rojo del arco iris, el rojo de una rosa, el rojo de un tomate o el de los labios más presuntuosos. El tinte que cubría mi vista era otro rojo, un rojo que quizá en la capa de un torero no escandalizaría ni al toro más bravo. Un rojo parecido al del fuego, pero sin su fuerza ni su luz. Era el rojo de la sangre cuajada lo que iba cubriendo mi vista. Todo iba tomando tonos rosáceos antes de convertirme... y me asusté. La camisa parda de mi atacante se iba sonrojando hasta enrojecer absolutamente, al igual que sus sucios pantalones vaqueros azules, su cara, casi invisible por la sombra del enorme camión de frutos secos que había junto a él, se volvía color magenta mientras pasaban los segundos. Le aseguro que hasta entonces yo era daltónico, pero aquel rojo lo percibía claramente... y me asusté.
-¿Qué más ocurrió?
-Ya lo he contado más de mil veces a lo largo de estos tres años: Aquel tipo bajó el arma tras vaciar el cargador en mi cabeza, luego se fue corriendo.
-¿Y después?
-Caí sobre mis rodillas, los párpados me pesaban... y me asusté.
-¿Continuaba todo de color...
-Sí. Observé mis manos, estaban llenas de sangre. Sé que era sangre por la lógica de la intuición, porque yo sólo veía manchas negras sobre un todo de color rojizo. Las sombras de la noche ayudaban a crear un rojo gótico, como sacado de una película inglesa. Me encontraba sentado sobre un charco negro como el petróleo y, por tanto, rojo como lo que era: sangre. Levanté la vista hacia el cielo. La luna llena sobresalía con entusiasmo en un cielo verde sirena, su rojo electrizante y misterioso me hacía presagiar lo peor... y me asusté.
-¿Qué le hizo presagiar?
-Creo que es obvio, ¿no? Volví a bajar la vista; ya no podía seguir con los ojos abiertos, ni tampoco podía cerrarlos. Lo que hacía unos segundos estaba enrojecido se iba oscureciendo a mis pies; las líneas se curvaban paralelamente hasta enrojecer: cerré los ojos. Los tonos magenta y granate de antes se volvieron rojo ocre, y aún no perdía la visión.
>>Estuve así por varios minutos, con las rodillas y las manos apoyadas en el suelo.
-¿Fue entonces cuando...
-Sí. Llevaba en el suelo unos diez minutos cuando, aún con los ojos cerrados, noté el resplandor. El color rojizo había desaparecido por lo que la luz naranja semáforo fluorescente inconfundiblemente cegador me asustó con la vista apagada.
-¿Y abrió los ojos?
-Sí. Reuní todas mis fuerzas y los abrí. Entonces fue cuando lo comprendí. Estaba claro ahora que existía el color y que mi visión se había transmutado. Yo había muerto. Y al instante me transformé. Intenté atacar a aquel hombre, eso es probable, aunque no lo recuerdo, y él se defendió disparándome a bocajarro. Mi daltonismo desapareció en el mismo instante en que fallecí y la metamorfosis se produjo. La revelación fue inmediata. Cuando pronuncié mi primera palabra, entonces todo estuvo claro. Nunca olvidaré aquella palabra: picaporte. Picaporte. ¿Por qué ésa y no otra? No se lo podría decir. Pero cuando dije “picaporte” todo adquirió sentido completo. Ya no volvería a aullar a la luna en mis noches noctámbulas. No volvería a caminar a cuatro patas. Ni vomitaría al comer la verde y fresca hierba del parque. Ahora era un hombre, un ser humano. Ya no era un perro, ni volvería a serlo nunca más... picaporte. Picaporte.
-Bien, puedes irte.
-¿Irme?... ya veo que usted como todos doctor. No me cree, ¿verdad? Y ahora recomendará al pabellón psiquiátrico que debo permanecer en observación otros tres años, ¿verdad?... cuando le vi entrar por esa puerta pensé que, tal vez, usted sería distinto, que tendría visión, que sabría ver la verdad, pero no... ya veo que es usted como todos.

En fin, un bonito estudio sobre el color rojo que realicé con unos quince años. Como se puede ver, ya acudía al diálogo como medio de expresión, lo que presagiaba mis inclinaciones dramáticas que posteriormente cristalizarían.

Después del instituto, y tras mucho meditarlo, decidí entrar en la Escuela de Arte Dramático, para estudiar interpretación. ¿Por qué? No lo sé. Supuse que sería el medio adecuado para llegar a la creación literaria en la cual, hasta el momento, me desenvolvía mejor: el teatro. No pienses que ya me había olvidado del cine, ni mucho menos, simplemente pensé que el teatro sería un buen medio de acceder hasta él.

Dado que en Sevilla no había especialidad dramatúrgica acabé, como digo, estudiando interpretación. Y, tras mi profesor de literatura de Bachillerato, fue mi profesor de Dramaturgia de la Escuela de Interpretación quien me dio el espaldarazo decisivo que yo necesitaba para, definitivamente, dedicar a la escritura dedicación plena. Mi profesor creía en mí como nadie, le gustaban mis piezas teatrales e incluso me convenció para que abandonase la Interpretación y me declinase por completo a mi auténtica vocación. Cosa que hice.

Por supuesto, a estas alturas ya te habrás dado cuenta de que todos se equivocaban. No, yo no valgo para escribir, como se deduce de las pocas páginas que preceden a la presente. Es todo una falacia. No tengo la imaginación suficiente y me manejo con el lenguaje igual que con la música o la pintura: a duras penas y con mucho esfuerzo. No tengo talento, sólo algo de tesón y mucha cabezonería, pero eso no es suficiente. También me falta cultura, sentido común (soy demasiado inmaduro) y, sobre todo, tener los pies en la tierra. Yo no soy escritor, sólo un mentiroso que intenta hacer creer a los demás que sus mentiras son muestras de arte.

¿Por qué entonces sucedió todo lo que sucedió? Tengo una explicación, pero antes de darla, por lógica narrativa, debería contar lo que sucedió. Fue lo siguiente.