viernes, 29 de junio de 2007

Vuelta a España

Mi regreso a España vino acompañado de muchos y repentinos acontecimientos que yo apenas era capaz de procesar. Por un lado, una productora de televisión se interesó por mi trabajo y, además, de encargarme escribir los diálogos de un largometraje, me tuvieron trabajando en series y otros proyectos a lo largo de un año. Fue así como empecé a trabajar en el cochambroso mundo de la televisión.

Al mismo tiempo, animado por todos a mi alrededor tras mi triunfo en Inglaterra, me presenté por primera vez en mi vida a un premio teatral. Lo que hice fue enviar cinco de mis obras a una convocatoria para jóvenes autores. Yo en absoluto albergaba la más mínima esperanza de ganar ni las migas, no olvidemos que en Inglaterra podía mentir, pero aquí mi trabajo hablaba por mí, y éste no mentía.

Pues bien, con aquel premio descubrí no mi valor artístico como autor teatral, sino la escasez de buenos autores jóvenes. No sólo me dieron el primer premio, sino también el segundo y el tercero. Una pasada.

Aquella noche fue una especie de sueño. La ceremonia de entrega era al más puro estilo “Hollywood”: dos señores abrían un sobre, decían un nombre y el dueño de dicho nombre bajaba por una escalera acompañado por la ovación del público (absolutamente hipócrita, puesto que el 90% de aquel público estaba compuesto por los otros autores que se habían presentado al premio y veían como se lo arrancaban de las manos). Así, tuve que bajar hasta tres veces, sin dar crédito a lo que estaba sucediendo. Definitivamente, o el jurado tenía muy mal gusto, o el nivel teatral era verdaderamente penoso. La semana siguiente me la pasé yendo a todos los medios de comunicación locales, concediendo entrevistas en las que yo respondía algo y luego leía algo parecido a lo que yo había dicho en las páginas de aquellos periódicos (no sé por qué, nunca escribían literalmente lo que yo decía, cosas de la creatividad periodística, supongo).

Pocos meses después me dieron otros dos premios, en ese caso al mejor programa de radio sobre cine y al mejor programa de televisión sobre cine. Imagino que nadie más se presentó a aquellos premios porque, de lo contrario, no encuentro explicación.

En fin, una racha de suerte de la que yo esperaba despertar. Como yo no estaba llamado para el teatro, puesto que seguía sin gustarme (al menos, en mi país), decidí aprovechar todo aquello para empezar a meter la cabeza en el mundo audiovisual.

miércoles, 20 de junio de 2007

Madrid

Llegó el día. En el tablón de anuncios estaba la lista con los admitidos. Del casi centenar de aspirantes, sólo quince entraría ese año en la especialidad de Dramaturgia. Y mi nombre aparecía en la lista.

Todos los que comprobaban que habían sido admitidos estallaban en gritos de júbilo. Sin embargo, mi primer pensamiento al ver aquello fue el de cómo coño iba a poder costearme la matrícula y la estancia en Madrid durante todo el curso.

Pensé que aquello sólo había sido una prueba ante mí mismo: lo había conseguido, sabía que era capaz, era posible que incluso sirviera para esto de la Dramaturgia, pero eso era todo. Ahí acababa el asunto. Jamás podría estudiar allí. Al menos, no aquel año. Me informé de si me guardarían la matrícula y me dijeron que sólo hasta el próximo año. En fin, mi aventura en Madrid parecía haber terminado.

Pero no fue así. Para poder pagar mi estancia en Madrid durante todo el curso, así como la matrícula y todos los demás gastos, mis padres se metieron en deudas que –entonces no lo vieron venir- dañarían seriamente su economía y los haría pasar por bastantes penurias en los años venideros. Sin embargo, en lo que a mí respecta, aquellos préstamos me procuraron uno de los años más inolvidables de mi vida.

Cuando uso el término “inolvidable” puede sonar como algo positivo, pero sólo fue así en parte.

A nivel académico, intelectual, cultural, en fin, si la pregunta es si aprendí mucho aquel año, entonces estaríamos hablando del curso más productivo de mi vida estudiantil. Lo que saqué de aquella escuela no lo había encontrado jamás en ningún otro lugar, ya se llamase Bachillerato, COU, Escuela de Arte Dramático, Conservatorio o lo que sea. No se trataba sólo de teatro, sino de una cultura artística general que, además, sabían inculcar de forma muy inteligente en nosotros los alumnos. Allí descubrí nombres que se convertirían para mí en referentes artísticos para siempre: Leni Riefensthal, Fritz Lang, Samuel Beckett, René Magritte... y aprendí a profundizar en otras figuras que ya conocía, e incluso admiraba: David Mamet, Harold Pinter, Miguel de Unamuno... Fue durante aquel curso que por primera vez leí la “nivola” “Niebla”, que asistí a una exposición expresionista, que vi la película “Olimpia”, o que descubrí al para mí más impresionante novelista que jamás he leído: Franz Kafka (ya había leído antes La “Metamorfosis”, pero su impacto en mí había sido el mismo que mostrar a un niño de cinco años una lámina de Kandinsky). Además, escribí mucho, muchísimo, y cosas bastante interesantes –además de otras que cuyo único hueco en el mundo que encontraron fue el cubo de la basura.

En el terreno sentimental, personal, vamos, que si la pregunta es si me lo pasé bien aquel año la respuesta es un rotundo “No”. Para empezar apenas pude mantener contacto, salvo el telefónico con mi novia y hasta entonces único apoyo emocional en mi vida (pero ya dije que de ella hablaré más adelante con detenimiento). Lo que ocurre es que creo que no llegué a adaptarme bien a aquella endemoniada ciudad tan gris, veloz y finolis. Todo el mundo parecía tener un afán enfermizo en aparentar: aparentar amabilidad, cultura, sencillez, cordialidad... y todo a la vez. Todo el mundo pretendía ser mejor que el que estaba a su lado o, al menos, ésa es la impresión que a mí me dieron. Apenas pude congeniar con algunas personas y amigos, lo que se dice amigos, no se puede decir que hiciera muchos.

Por si todo esto fuera poco, mi afán creativo se vio gratamente alimentado cuando un grupo teatral amateur me llamó para que adaptase y dirigiese para ellos una versión de Macbeth. Puse mucha ilusión y mucho empeño en ello, dedicándoles muchas horas de mi tiempo y muchas energías. No voy a entrar en detalles porque me resultan bastante vergonzosos y penosos, pero les diré que, después de todo esto, me dejaron completamente tirado (y sin cobrar, dicho sea de paso).

En fin, ¿diversión? Nula. Madrid no es en absoluto una ciudad divertida, aunque sí que es muy cara, discriminatoria, aburrida, snob, y así podría estar mucho tiempo enumerando, pero mejor lo dejo.

Fue casi a final de curso cuando mi vida comenzó a girar de forma inesperada. Una llamada telefónica comenzó lo que sería una estela de acontecimientos que derivarían en el punto de giro definitivo de mi vida.

El primero fue una llamada del Centro Andaluz de Teatro. Yo ya había tenido mis contactos con el director de este centro gracias sobre todo a Antonio, mi profesor de Dramaturgia, que me había empujado a llevar algunos de mis textos. Resulta que una de las instituciones teatrales más importantes de Inglaterra, el Royal Court Theatre, organizaba todos los años un encuentro de dramaturgos de todo el mundo. A este encuentro acudían destacados escritores teatrales y directores de escena de numerosos países de todo el mundo con el fin de intercambiar impresiones, discutir y, en definitiva, aprender unos de otros. Pues bien, el Centro Andaluz de Teatro me había seleccionado para formar parte del encuentro de ese año. Había muchas reticencias por parte de la coordinadora inglesa del Royal Court puesto que, de entrar en el grupo, sería el participante más joven en la historia de estos encuentros. No era una decisión que debiera tomarse a la ligera. Tras varias conversaciones telefónicas con esta mujer y una vez hubo leído con detenimiento mi trabajo tanto en castellano como en inglés, mi nombre entró a formar parte de la lista.

Ése sí que fue un mes provechoso, en todos los sentidos. Londres era lo diametralmente opuesto a Madrid: una ciudad abierta, cosmopolita, donde se respiraba inteligencia, cultura, donde las gentes no sólo tenían sentido común, sino que lo ponían en práctica. Llegué a sentir verdadera envidia de los londinenses, por vivir en una ciudad tan maravillosa. Yo ya había estado un par de años antes y ya me había encandilado aquella urbe, pero en esta ocasión terminó de enamorarme.

Pero esta historia merece un capítulo aparte...