martes, 31 de julio de 2007

ARDO

Piel...
Así empieza.
Obscuro,
Oscuro.
Cuando ardo (cuando ardes)
la piel se resquebraja.
la sangre fluye a través de
los poros.
Intenta liberarse,
por fín.
No duele,
pero ver la sangre
como una nueva piel
que sustituye
a la de siempre.
te hace gritar.
. . .
¡Cosas del ánimo!
. . .
Y yo me río.
La sangre, como líquido que es,
va cayendo...
... cae.
Pero debajo no hay nada.
La piel que esperas que aún se conserve
bajo el nuevo armazón líquido
ya no está ahí.

Ya no hay nada.
Sólo sangre.
Que fluye, libre (al fín),
y se escapa.
Gritas... para que no se vaya.
¡Que no te deje (que no me deje)!
Pero la sangre,
que disfruta del aire (por fín)
que nunca antes ha respirado...
huye, huye, huye, huye, huye, huye, huye, huye, huye, huye,
Y debajo no deja nada que te proteja
del calor...

Obscuro.
Oscuro.
¿Qué?
¿Grita?
Yo me río.
La sangre se va.
Tu sangre huye.
Mi sangre se escapa.

Y ya no queda NADA.
Así acaba.
(Oscuro.)

Los dioses de nuestra sociedad (año 2007)

Sustentamos nuestra existencia, todo lo que somos desde que nacemos hasta que morimos, en cuatro seres superiores. A ellos rendimos pleitesía, en ellos basamos nuestras acciones, en ellos nos miramos, a ellos aspiramos, a ellos veneramos. Y cuando morimos, lo hacemos pensando en ellos. Que ninguno de ellos exista no merma nuestra capacidad para adorarlos por encima de todas las cosas (por encima de nosotros mismos).

Son los siguientes:

Dios: el gran demiurgo, el que marca la pauta de toda nuestra existencia, todo lo que podemos y no podemos hacer y aquello que debemos hacer.

Santa Claus: nuestros anhelos, nuestros deseos. Existen gran variedad de Santa Claus (desde el ratoncito Pérez a la Lotería Primitiva) pero todos cumplen la misma función: conseguir que no nos cuestionemos el miserable presente que vivimos con la esperanza de un futuro mejor, repleto de regalos y risas (jo, jo, jo).

Ronald McDonald: el consumismo auspiciado por un liberalismo que, curiosamente, a pesar de ser más insostenible y peligroso que el marxismo, le ganó la partida a éste. En efecto, si vamos a Malasia podremos comer en un McDonald’s. Si vamos a Cuba no... pero claro, por eso es un país enfermo, pobre y donde vive El Hombre del Saco. Cuando podamos pedir un McMenú en la Habana, dejarán de ser los malos.

Mickey Mouse: el mundo del espectáculo (póngale usted su nombre favorito: fútbol, toros, cine, reality shows...). Lo importante es que estemos entretenidos, que no miremos fuera de la pantalla, no sea que no nos guste lo que veamos y tengamos otro mayo del 68. Pues le reto: retire un rato la mirada de la pantalla. Bah, ya sé que es incapaz. Cuando dejar de mirar una (la del ordenador, la del televisor), es para mirar a otra (la del móvil, la de la PDA).

Si quiero ser sincero, admito que de todos estos dioses mi favorito es Mickey Mouse. Al menos él me hace reír.

Venecia

Llegaba yo a casa una calurosa tarde de verano y me pongo a escuchar los mensajes del contestador. Sólo había uno. Y en italiano. Como no soy muy dado a mantener conversaciones en dicho idioma, la cosa, como poco me extrañó. Tras escucharlo un par de veces, me pareció entender algo del “Festival de Cine de Venecia”. ¿?

Llamé a mi amigo y jefe de prensa del cortometraje para comunicarle que había recibido una ininteligible llamada desde Italia, por si él sabía algo. No sabía nada, claro. Pero a los cinco minutos me volvió a llamar él:
- Oye, ¿cuánto hace que no abres el correo electrónico que abrimos para el corto?
- Pues... bastante.

¿Para qué mirar el correo electrónico de un cadáver? Las necrológicas nunca me han apasionado, y mucho menos las cartas de rechazo de los Festivales de Cine. Pues bien, en el correo electrónico hacía varios días que se acumulaban los correos del Festival de Venecia. Lo habían seleccionado para ser proyectado allí.

Llamé a Venecia para confirmarlo. Así, entre el italiano, el español y el inglés me enteré de que llevaban varios días intentando ponerse en contacto conmigo porque les interesaba proyectar el cortometraje dentro de una sección experimental denominada “Nuevos Territorios”. O los italianos tenían un gusto pésimo, o tal vez el corto no estaba tan mal como yo empezaba a pensar (la posterior selección en festivales importantes me acabó convenciendo de que el corto, efectivamente, merecía por lo menos un aprobado). Llamé a todo el mundo. Y cuando digo todo el mundo no es un eufemismo. En ocasiones como ésta es cuando te dedicas a llamar a todo el mundo para darles la noticia, aunque sea gente que te caiga mal (me atrevería a decir que, especialmente, a estos últimos). Tras mandar todos los impresos por mail, comprar los billetes para Venecia y realizar todos los trámites, comenzó una campaña en los medios de comunicación que yo nunca habría ni imaginado que algún día podría protagonizar. Resulta que de España sólo iban a Venecia un par de trabajos españoles, y uno de ellos era el nuestro. Eso, unido a que en verano, aparte de las olas de calor (ese año se pusieron de moda los “golpes de calor”) no hay muchas noticias, motivaron el inusitado interés de la prensa nacional por nuestra participación en Venecia. Pasamos algunas semanas de locos: de la redacción de un periódico, a la pecera de una radio, al plató de una televisión.

El teléfono sonaba a todas horas, si no era la SER, era alguna otra emisora de radio que quería que entráramos en directo para hablar de nuestro logro. Y es que era todo un logro, hacernos un hueco el mismo año en que el director del festival de Venecia decía que había habido poca participación española porque nuestro cine estaba “en crisis”... y nosotros exhibiendo nuestra peliculita en la misma sección donde se proyectaban los últimos trabajos de Oliver Stone o Jonathan Demme. Qué cosas.

El viaje a Venecia así como la estancia allí es justo lo que te imaginas. Tanto la organización como el resto del festival en general funcionaba a las mil maravillas. Yo que incluso he trabajado en algún festival de cine, debo decir que de lo mejorcito en festivales de cine. La proyección fue de una calidad tan alta que ni siquiera nosotros imaginábamos que nuestra obra se podía ver o escuchar tan bien. Nuestro cortometraje se proyectaba con dos piezas más, y justo cuando acabó la proyección de la nuestra (que iba la segunda) el público (de una sala gigantesca) empezó a aplaudir. La cuestión es que en la puerta nos esperaban de Antena 3 para hacernos una entrevista así que una vez acabado lo nuestro nos levantamos con la intención de salir fuera para acudir a la cita. Pero el público se pensó que nos levantamos para seguir recibiendo aplausos, así que vivimos un momento tremendamente incómodo cuando nos levantamos y el público siguió y siguió aplaudiendo.

Aquello apareció en todos los medios nacionales e incluso internacionales e hizo que muchos festivales que nos habían dado el “No, gracias” ahora se interesasen por nuestra pequeña obrita experimental. El año siguiente nos lo pasamos de festival en festival, comiendo gratis y durmiendo en hoteles mucho mejores que aquel en el que me declaré hacía ya unos años.

Fue precisamente en Venecia donde el productor, que vino con nosotros, nos propuso la idea de realizar otro cortometraje, éste más ambicioso y complejo que el primero, y que finalmente realizamos con –creo- bastante menos suerte y acierto que esta primera obrita.

Pero eso es otra historia, y ya hablaré de ella más adelante (si me acuerdo).

jueves, 12 de julio de 2007

El Hotel

Hasta la fecha se puede decir que las mujeres no habían sido un problema para mí. Quizás por la razón de que han sido pocos los objetivos que en mi vida me he marcado en ese sentido. Yo siempre he estado más preocupado por un sinfín de cosas antes que por las mujeres, lo cual no las hacía un elemento imprescindible en mi vida. Pero claro, como para todo el mundo, imprescindible no quiere decir necesario. De modo que como mis escarceos eran pocos, también eran pocos mis fracasos, con lo cual mi nivel de éxito con las mujeres era bastante alto. Sin embargo, el tema de mi nuevo objetivo estaba empezando a indigestárseme, llevaba ya nueve meses de intensos trabajos y aún los frutos no aparecían.

Decidí coger el toro por los cuernos, como suele decirse. Iba a emplear un arma definitiva que esperaba no me fallase, iba a tener que invertir mucho en ello, pero estaba convencido de los resultados. Ninguna hembra humana (o de otra especie) se hubiese podido resistir a mi último as.

Me hice con las Páginas Amarillas y busqué en la H: Hoteles. Junto a cada uno observaba el precio de las habitaciones, con lo cual no tardé en descartar los de cinco estrellas. Pero algunos de cuatro podían entrar dentro de mis posibilidades y, a fin de cuentas, era sólo una estrellita menos, ¿qué diferencia iba a haber? ¿En unos iba a haber cama y en los otros no? Llamé, al azar, al primero que aparecía y pregunté por el precio de las suites... ¿y de las habitaciones corrientes? Reservé una para el sábado. Todo tenía que ser una sorpresa, de modo que disimulé durante toda la semana mientras recapacitaba sobre cómo iba a hacerla ir hasta el hotel sin que se diese cuenta del embolao. No se me ocurrió nada. Llegó el sábado y yo no tenía ni idea de cómo la iba a camelar para que llevase ropa de baño (por la piscina, claro, ya que iba en el precio, había que usarla) a algún sitio indeterminado. Por otro lado, yo no tenía ni coche ni permiso de conducir, ni ella tampoco, así que, además, debía convencerla de que cogiese el autobús adecuado que la dejase en la puerta del hotel. Aquello empezaba a augurarse como otro desastre más a apuntar en mi brillante currículum de catástrofes.

Pero no. Esta vez no. Cogí el teléfono y la llamé. Le dije lo primero que se me ocurrió, que cogiese ropa de baño y me esperase en la parada del autobús número 2. A sus preguntas le respondí... sin responderle. Mi ingenio no estaba muy boyante en aquellos momentos y no sabía qué inventarme así que, ¿para qué inventar nada? “Tú ve”. Y fue. Supongo que le picó la curiosidad.

Al vernos en la parada, ella seguía haciendo preguntas y yo sin responder. Estaba muy escamada, ¿adónde la llevaba en autobús y con un bikini en el bolso? Empecé a meditar sobre la situación y la verdad es que era bastante lamentable. Visto así, los dos en un autobús regular de línea, de pie porque no quedaban asientos y ella con un bikini arrugado en el bolso, la cosa no empezaba de forma muy cautivadora que digamos. En fin, esperaba que las cosas cambiasen al llegar al Hotel en cuestión.

Una vez nos bajamos del autobús, éste no dejaba precisamente “en la puerta del hotel”, sino a diez minutos de caminata del mismo. El romanticismo de la situación se podía equiparar al de un bocata de calamares, pero quería albergar la esperanza de que todo se solucionase.

Y llegamos al sitio. En fin, balbuceé alguna explicación para mi atrevimiento deseando que no me diese un bofetón por atrevido y me dejase plantado. No lo hizo. Entró encantada. La verdad es que el sitio era una pasada: el hall era amplio y lujoso, adornado con motivos florales exóticos, cascadas artificiales y todo tipo de pijadas semejantes. Exploramos la estancia cual Paco Martínez Soria recién llegado del pueblo a la gran urbe con su gallina a cuestas. Era obvio que nos movíamos por allí como dos marcianos, rodeados de personajes enchaquetados, con maletines más caros que el piso en el que yo vivía y señoritas sacadas de los pósters centrales del Playboy. Pero allí estábamos, tan encantados. Tras dar alguna entusiasta vuelta por el recinto atrayendo más de una mirada de algún empleado tentado de echarnos a patadas, me acerqué a la recepción y pedí la llave que tenía reservada. Se encontraba en la segunda planta, y el ascensor era de esos con vitrina transparente a través de la cual puedes ver el suelo alejarse de ti mientras subes. Creo que bajamos y subimos por el susodicho unas cinco veces, alucinados de la tontería (recordemos que ambos teníamos 19 añitos... qué monos).

Una vez en la puerta de la habitación ya alucinábamos por el mero hecho de que la llave no era tal, sino una tarjeta. Y ya dentro, para qué contar: hilo musical, temperatura graduable... acabábamos de dar un salto al siglo XXII, por lo menos. Ella estaba entusiasmada, pero nada comparado con el placer que yo sentía ante mi inminente victoria.

Debido a la aventura del autobús y a mi indecisión, llegamos al hotel cuando ya anochecía, de modo que bajamos al restaurante a cenar.

El restaurante era del todo normal y corriente, aunque en aquel momento hubiéramos jurado estar en el Waldorf Astoria. Todo nuestro glamour se vio claramente reflejado en el plato que pedimos para cenar: espaguetis con tomate. Dado que ella no había dicho en su casa que no iba a aparecer en toda la noche, le dejé mi móvil (ella no tenía, otro detalle que a mí me pareció otorgarme puntos) para que llamase a su madre, que se quedó tan perpleja como ella cuando le explicó la causa de su demora.

Como yo ya estaba lanzado me salté las pocas dosis de sentido común que aún albergaba dejando en el restaurante una propina de 1.000 pesetas (aún no había llegado los euros, fíjese si me he hecho mayor), cosa que jamás he vuelto a hacer en mi vida y que en su momento pensé me otorgaba mayor señorío. Hoy sólo siento que me otorgó estupidez, como es natural.

Tras la glamourosa cena y mi subsiguiente acto de estupidez, subimos a la habitación. Como ya dije, dejarse un riñón en la cuenta de un hotel de lujo, a priori, es como comprar todas las papeletas de la tómbola. Pero, como suele sucederme a mí, la tómbola estaba cerrada. Vamos, que no coló. Disfrutamos de lo lindo de aquella habitación, vaciamos el bar, utilizamos todas las mantas... pero no salí de allí con mi ansiado “sí, quiero”. Y me había costado un ojo de la cara.

Por la mañana temprano fuimos a desayunar nuevamente al bar, donde yo ya no dejé ni un céntimo de propina y, después, a la piscina. No me apetecía nada bañarme, especialmente después de mi fracaso, pero el chapoteo iba incluido en el precio, así que no iba a salir de allí sin hacer uso de él. La piscina estaba vacía a excepción de nosotros dos, lo cual hizo más agradable la estancia. Ella estaba encantada (a ver si no) y yo, en parte también, a fin de cuentas, había disfrutado de todos los lujos que me podía ofrecer aquel hotel.

Tras el remojón, recogimos nuestros enseres y nos marchamos de allí, era domingo y teníamos un programa de radio que hacer por la tarde, el mismo programa de radio que casi un año antes había sido mi inútil tapadera, igual que ahora lo era aquel Hotel.

La moraleja de todo esto es que ligar cuesta un ojo de la cara y la masturbación es gratis. Supongo. Yo qué sé.