domingo, 29 de abril de 2007

Chicas

En fin, antes de ponerme demasiado pedante con eso de la música de cine tengo que bajar a la tierra y afrontar otro aspecto de mi infancia y/o adolescencia que, como a todo hijo de vecino, me afectó sobremanera: las chicas.

Una vez aclarado que mi gran y primer amor siempre ha sido el cine (y su música) puedo hablar de mis “otros” amores.

Mmmm... ¿por dónde empiezo? Bueno, empecemos por mi primer beso.

Antes de besar por primera vez en los labios a una chica yo ya había fantaseado con el hecho, es natural, e incluso había llegado a estar cogido de la mano de alguna chica y más de un flirteo pre-púber se cruzó en mi más tierna infancia (recuerdo que estaba enamorado de una niña que apenas levantaba un palmo del suelo y que era la hermana pequeña de un amigo mío, y les estoy hablando de cuando yo tenía cuatro o cinco años). Pero no fue hasta los 9 que di mi primer beso de esos que se supone que significan algo más que “saludo” o “despedida”.

Como todo en mi vida, no fue nada ortodoxo. Es decir, no se trataba ni de una chica especial ni fue una ocasión especial... en el sentido que ustedes y yo entendemos por “especial”. Ahora que lo pienso, fue realmente un primer beso digno de ser olvidado.

Yo veraneaba en un camping, el Camping Doñana. Había ido a pasar allí el verano con mis padres y mis tíos (hasta los 14 o 15 años siempre iba a veranear con mis padres y mis tíos). El caso es que, como suele ocurrir, todos los chavales de nuestra edad que pasábamos el verano en el camping nos juntamos y formábamos pandillas. Había una chica que estaba enamorada de mí. No es inmodestia, es la verdad. Yo no estaba muy seguro porque la veía muy poquita cosa, pero me gustaba tontear porque el hecho de gustarle a una chica, sea como sea la chica, es algo que nos llena de gozo a los machos (aquí he de usar esta palabra por razones comprensibles). Yo le daba esperanzas a la chavalita: la cogía de la mano, me iba aparte con ella, le susurraba cosas al oído... en fin, que me dejaba querer, pero sin pasarme. La gracia del juego estaba en tensar la cuerda todo lo posible, pero cuando estaba a punto de romperse, yo me echaba atrás y volvía a empezar. Así me pasé casi todo el verano, jugando con la chica al juego del amor imposible. Era divertido y se notaba que a ella también le gustaba porque, al tener mi misma edad, era muy pequeña para querer llegar mucho más lejos pero al mismo tiempo la tensión sexual (si se puede llamar así a los 9 años) lo hacía interesante. Nuca llegamos a nada más allá de pasear por el camping los dos solos cogidos de la mano. ¿He dicho que se llamaba Eli? Bueno, pues ya está dicho.

Y entonces, como la situación ya rozaba lo “demasiado normal” para tratarse de mí y de mi primer amor de verano, tuvo el destino que jugar sus cartas para que todo se torciese y la peli de Meg Ryan que estaba viviendo se transformase en algo así como “Dos colgaos muy fumaos”.

Un día, sin previo aviso, llegó al camping una chica alemana de nuestra edad. No recuerdo su nombre. Era rubia, tenía el pelo largo y los labios muy gruesos (alemana aria estándar). Era muy desinhibida y abierta y pronto congenió perfectamente con todos los chicos del camping... pero ojo, lo dicho, sólo con los chicos, las chicas no la podían ni ver. ¿Por qué? Pues por eso, porque era muy desinhibida. Tal vez demasiado. No paraba de decir tacos, su lenguaje era soez y vulgar (y, encima, con acento alemán, para más morbo) y no paraba de hablar de sexo. Ni que decir tiene que semejantes características la convertían en el amor platónico de todos los chavales del camping. Pues bien, de todos los que le tiramos los tejos (todos los chicos de edades comprendidas entre 8 y... ¿20? ¿30? ¿40?) ella eligió a dos. Y uno de ellos era yo. Claro, esto hizo que Eli se enfadase mucho conmigo. No volvió a dirigirme la palabra. Pero a mí no me importó. Yo estaba fascinado con aquel ser venido de lejanas tierras a mostrarme todo aquello que hasta ese momento para mí formaba parte del reino de la fantasía. Y aquella alemana de poco menos de 10 años no se parecía, ni mucho menos, a nada que yo hubiese visto antes. A su lenguaje ya descrito habría que sumar que eructaba, escupía y hacía todo lo que se suponía era tarea exclusiva de los chicos. Y tanto a mí como al otro muchacho (no recuerdo ni su nombre ni nada de él, sólo que era un par de años mayor que yo) nos metía mano sin pudor alguno. A nosotros no nos importaba, en absoluto, compartirla, estábamos demasiado fascinados por aquel torrente de hormonas Made in Germany para caer en todo ese tipo de conceptos comunes al resto de los mortales como el amor, los celos, etc.

Una noche fue la definitiva. Nos fuimos en pandilla todos los chicos. Como era habitual, ella, la alemana, iba en cabeza con sus dos esbirros (recordemos, yo era uno de ellos) a cada lado. Iba siempre armando escándalo, insultando a todos los que pasaban por su lado (jo, cómo me reía con ella, es que era una pasada), metiéndonos mano de vez en cuando, diciéndonos guarradas... Por el camino encontramos un colchón tirado en el suelo. Ella se tumbó encima y empezó a describir con pelos y señales las muchas porquerías que nos iba a hacer a sus dos “novios” (palabra mal empleada, ya lo sé, pero no se me ocurre otra). Los dos no nos ahogamos en nuestra propia baba de milagro. Yo no había besado aún a ninguna chica en mi vida, como mucho había paseado bajo las estrellas cogido de la mano y ahora, de pronto, me iba a violar salvajemente una alemana de labios carnosos. En fin, ni que decir tiene que las chicas de la pandilla no abrían la boca, que la cara les llegaba por el ombligo y que acercarse a cualquiera de ellas era correr el peligro de ser mordido.

Pero los tíos flipábamos. Poco a poco las chicas se fueron separando del grupo, y los chicos que o bien salían con ellas o bien aspiraban a ello, las acompañaban, muy a su pesar (ya se pueden imaginar lo que disfrutaban ellos viendo a la chica más fresca del mundo meterse con la próstata de lo ancianitos que se cruzaban en nuestro camino). La noche se cerró y acabamos solamente cinco en el grupo: la alemana y sus dos “novios” y dos chicos más. Yo aún no la había besado, de hecho, ni siquiera le había metido mano a pesar de que ella ya había estampado la suya en cada centímetro de mi piel, y tanto el otro “novio” como yo ya teníamos ganas de pasar a la acción real. Nos tumbamos en una pequeña colina de arena cerca del mar. Los otros dos chicos se quedaron un poco más apartados. Entonces, cada uno a un lado, empezamos a actuar. Ella estaba echada boca arriba y cada uno de nosotros estaba a un lado, boca abajo (yo a su izquierda). Empezamos a palparla mientras nos turnábamos para besarla en los labios. Mi falta de experiencia hizo que, al principio, me sintiera incómodo. El otro chaval estaba mucho más curtido y lo hacía a la perfección mientras que yo, la verdad, no tenía ni idea de qué hacer con tanta lengua como sacaba aquella muchacha. El otro, incluso, llegó a preguntarle cuál de los dos lo hacía mejor y ella no dudó mucho en su respuesta. Pero le cogí el truco, poco a poco, pero se lo cogí.

Entonces sucedió algo que aún hoy no consigo explicarme. Los otros dos chicos, evidentemente, entre que se aburrían y que se los comían los celos, no hacían más que llamar para que nos fuéramos ya de allí. La chica alemana les dijo que se fueran ellos y, antes de hacerlo, preguntaron si alguno de nosotros nos íbamos con ellos. Pues bien, ¡yo lo hice! Repito, y no estoy de guasa, yo lo hice. Me levanté, me despedí de la pareja y me largué con mis dos amigos. ¿Por qué? ¿Por qué hice semejante estupidez? Tal vez porque me dolió no estar a la altura del otro chico, o tal vez me hice por fin consciente de la situación en la que estaba, compartiendo a una chica, o tal vez sentí miedo a no estar preparado para llegar más lejos. Sea lo que sea, le caso es que me fui y dejé a los otros dos solos tirados en la arena. Lo que sucedió entre ellos después no lo sé, pero me lo puedo imaginar sin que por ello me las pueda dar de muy imaginativo.

Me largué. Ya me vale.

Al día siguiente fui en busca de Eli, pero me echó de muy malas maneras de su parcela. Nunca más volvimos a hablar. Estaba muy disgustada. Se había corrido el rumor de que la noche anterior habían pasado muchas cosas y ya se sabe como son los rumores. Pues bien, según esos rumores la alemana y yo habíamos ido más allá del beso de tornillo. Y yo teniendo a Eli todo el verano a base de paseos bajo las estrellas, es fácil imaginar su cabreo.

Nunca más la vi, ni a la alemana. Son las cosas que pasan. Mi primer beso. En fin. Supongo que si me hubiese quedado más tiempo aquella noche hubiesen sido muchas otras primeras cosas para mí. Pero con el primer beso ya estuvo bien.

Después de aquello volví a besar a otras chicas, no muchas, y ya que estoy lanzado con el tema, voy a seguir hablando de ello.

Dos años después di mi siguiente beso en los labios. Sí, has calculado bien, con once años.

Fue en el verano del 88, tal vez el verano más espectacular de toda mi juventud, por varios motivos. Uno de ellos (aparte del corto que ya comenté hace algunos posts) fue que, por primera vez en mi vida, empecé a salir en serio con una chica. Como tampoco le he pedido permiso para hablar de ella, la mantendré en el anonimato; sólo diré que tenía nombre de diosa egipcia. Pasé mucho tiempo saliendo con ella, tal vez un bienio. Claro que sólo nos veíamos uno o dos meses al año, lo cual lo convierte en tiempo real en un rollo veraniego sin más trascendencia. Era una chica sensacional. Ella pasaba prácticamente toda la vida con su abuela, que era una ancianita encantadora que parecía no enterarse nunca de nada de lo que sucedía a su alrededor. Ah, y adoraba los gatos, lo cual era un punto a su favor porque a mí son los únicos animales que no me repelen. Tenía como tres mil gatos, y uno de ellos era sordo, lo cual lo convertía en un animal especialmente violento y cuando no me bufaba directamente se lanzaba a mi cuello. Vamos, un encanto. Pero los demás gatos eran fascinantes, y estaban por todas partes. También tenía un perro, pero como no soporto a los perros no le hacía mucho caso, de modo que ahora ya ni recuerdo cómo era. No sé qué habrá sido de ella, tal vez la llame algún día, porque aún conservo en algún sitio su número de teléfono (y se pondrá un señor con voz aguardentosa diciendo que allí ya no vive nadie salvo él y sus colegas okupas desde que el forense realizó el levantamiento de los cadáveres). Siempre quiso estudiar Derecho y creo que al final se metió en ello.

Ésa es otra de mis características consustanciales. Cuando me canso de algo (o alguien), simplemente lo dejo. Sin llamadas ni explicaciones, sin una parca despedida. Simplemente paso, y punto. Dejé de llamarla, de contestar a sus llamadas, de la noche a la mañana. Simplemente. Nos carteábamos los meses que no nos veíamos (casi todos los del año) y de buenas a primeras dejé de escribirle. ¿Por qué? Supongo que porque en aquella época era un adolescente y los adolescentes... bueno, siempre serán adolescentes.

Sé que puedo parecer un mal tipo por lo que digo, pero no creo que lo sea. No más de lo normal, vamos. Es sólo que la gente espera mucho de la gente. Yo no espero nada de nadie, y por eso no imagino que nadie espere nada de mí. Si alguien, de pronto, deja de hablarme o me da una puñalada por la espalda, o me miente, o me la juega, no me sorprende. La gente es así, y yo lo comprendo, porque yo soy así. Y no hay excepciones. La gente, en general, se cree buena persona, pero no hay buenas personas. Sólo hay períodos. Todos somos buenos cuando no nos dan una buena razón para dejar de serlo. Basta con que tu mejor amigo gane más dinero que tú o que a tu amiga de toda la vida le siente el vestido mejor que a ti para que el odio se apodere de nosotros. No es nada malo, es nuestra naturaleza. Si cosas tan banales como éstas despiertan nuestros instintos más negativos, ¿qué decir cuando hay cosas más importantes en juego? En fin, que no hay nadie bueno, sólo lo somos por etapas. Por eso no hay que esperar mucho de la gente, ni de uno mismo. Por eso yo no quiero que la gente espere mucho de mí, para no decepcionar a nadie. Yo, en ocasiones, he cometido el error de pensar que algunas personas eran especiales y, un buen día, dejaban de llamarme, o me mentían, o no estaban cuando los necesitaba... y no es culpa de ellos, es culpa mía por esperar más de lo que la gente puede ofrecer.